Veteranas de Malvinas

Cuando hablamos de la invisibilización del rol de las mujeres en la historia, no hace falta remontarnos a tiempos lejanos ni hablar en pasado. Si bien hoy en día las mujeres están ganando espacios gracias al movimiento feminista y al proceso de deconstrucción que están atravesando los hombres -eternos protagonistas de nuestros libros-, tuvieron que pasar muchísimos años para que se reconociera la presencia de las veteranas que participaron del conflicto bélico y que fueron apartadas de la memoria colectiva. Pero aunque el tema hoy sea algo de lo cual se puede charlar en un bar o en los espacios de militancia, ¿qué tan real es el reconocimiento que hay hacia las Mujeres de Malvinas?
Por: Jazmín Gauna y Camila Brizuela

Enfermeras, instrumentistas quirúrgicas y hasta radio operadoras. Algunas a bordo del buque argentino Irízar, otras en un símil hospital ambulante en la ciudad patagónica de Comodoro Rivadavia y otras en centros militares. A treinta y nueve años, continúa la lucha de las mujeres de Malvinas que esperan el reconocimiento por su labor. No buscan dinero ni un título: solo ser escuchadas. “Una necesita un mimo al alma”, dice María Graciela Trinchín, aspirante naval. “Es necesario que de vez en cuando alguien se acuerde que hubo gente que se dedicó a la atención de estos heridos y que jamás en la vida se les prestó atención”.

Estuvieron en la Fuerza Aérea, en la Marina Mercante y en la Armada Argentina. Tenían entre 15 y 16 años en su momento y eran aspirantes a enfermería. Una de ellas se había dado de baja seis meses antes de que iniciara el conflicto, pero aún así, la Armada consideró que seguía “bajo bandera”. Fue obligada a trabajar los 74 días que duró la guerra y posteriormente atendió heridos.

Sintieron las explosiones de artillería y vieron con binoculares los bombardeos mientras agarraban fuerza de quién sabe donde para atender a los heridos, muchas veces de munición y de metralla. Atendieron a combatientes con las extremidades congeladas (pie de trinchera), casos que solían terminar en amputaciones. Mientras tanto, algunos soldados pedían morir y si las mujeres lloraban, les hacían una reprimenda verbal.

En general, las trabajadoras no preguntaban qué les había pasado. Sólo escuchaban. Les contaban del frío, del hambre, de que extrañaban a sus mamás. Y ellas sentían la necesidad de abrigarlos. Las de la Fuerza Aérea recuerdan que cuando se abrían las puertas de los Hércules y bajaban las camillas, no había un solo soldado que no pidiera por su madre.

Durante esos días no hubo contención alguna, pero aun así ellas se la dieron a sus pacientes. Los sobrevivientes le decían a las mujeres que ellas eran las manos de mamá: “fueron las más inexpertas, pero salió del corazón de cada una de nosotras”, expresa María Graciela Trinchín. Y es que además de la atención sanitaria, fue muy importante el apoyo y el vínculo emocional que las trabajadoras construyeron con los soldados: ellas eran el primer contacto que recibían después de haber estado en la zona del conflicto.

Según afirma Alicia Panero, autora de Mujeres Invisibles -el libro que recuperó la silenciada historia de las mujeres que participaron de la Guerra de Malvinas-, las trabajadoras del Irízar fueron en un principio aisladas porque se decía que las mujeres a bordo daban mala suerte. Por otra parte, las pertenecientes a la Fuerza Aérea fueron las que más sufrieron abuso verbal.

En un traslado de Buenos Aires a Comodoro Rivadavia, un comandante tuvo que llevar a la cabina a cinco mujeres de la Fuerza Aérea porque no paraban de gritarles cosas y acosarlas. No querían que ellas estén ahí. También la pasaron mal en el hospital ya que no estaban muy informadas de lo que estaba pasando. Y mientras esperaban a los primeros heridos hacían vida de cuartel.

El silenciamiento del rol de las mujeres fue inmediato. En ningún momento se les proporcionó atención médica o psicológica, ni se les permitió comunicarse con sus familias durante varios días. Pero además, y como sucedió durante mucho tiempo después, se les prohibió que hablaran sobre el tema, principalmente porque habían visto las condiciones en las que volvían los soldados, mientras que los medios de comunicación, en complicidad con la dictadura cívico-militar, habían construido una imagen distorsionada de los hechos.

Entre el miedo y el horror
En marzo de 2015, una de ellas por primera vez contó que la acosaron sexualmente. Y con el tiempo, muchas más se animaron a hablar. Claudia Patricia Lorenzini fue la primera en contarle a Alicia Panero su historia y todo lo que había vivido. A sus 15 años había ingresado a la Armada en el marco de un curso para mujeres de quinto año del secundario con experiencia en enfermería, dentro del ámbito civil. Por ello viajó al sur desde La Plata junto a otras tres adolescentes.

“Aspirante Lorenzini, venga, vamos a ir a que se pruebe su uniforme de gala”, le dijo el teniente Italia y ella se subió a su cupé Fiat celeste. “Vos me gustas. Yo te voy ayudar, pero no tenés que decir nada a nadie porque te puede costar la baja”, le advertía. Y sus manos comenzaban a meterse debajo de la chaqueta de fajina. Luego la besaba, y le llevaba la mano a su miembro, mientras acariciaba sus entrepiernas. “Para mí era parte de la instrucción, pero me causaba mucho temor. Cada vez que él aparecía me producía un gran malestar, me irritaba su presencia.”expresó Claudia.

Hasta el momento son tres los casos de abuso sexual que se conocen, aunque sus víctimas no quieren que trasciendan sus nombres porque nadie sabe lo que padecieron. Una de ellas tenía 19 años, y al igual que el resto, culpa a Italia y Vivanco, los tenientes acusados de los abusos sexuales mencionados con anterioridad. “A mí me cagaron la vida. Me violaron en la habitación donde se guardaban las valijas”, recuerda. La pesadilla duró unos meses, hasta que pidió la baja. “Es una pesadilla que me llevaré a la tumba. Prefiero olvidar y tratar de pasar lo mejor posible lo poco o mucho que me queda de vida.”

El sometimiento no fue sólo sexual. También hubo maltratos físicos y psicológicos. Uno de los testimonios es el de Nancy Susana Stancato, que en aquél momento tenía 17 años. “Soñaba con ingresar a la Armada para escapar del control de mis padres. Nunca imaginé lo que estaba por vivir”, cuenta. Por saludar con la muñeca doblada su instructor le pegó con una tabla, lo que le causó una fisura. En otra oportunidad, en vez de saludar como les habían enseñado, el suboficial le dio una trompada en el pecho que le dejó marcada por varios días un rosario que tenía. Fue testigo de patadas por hacer mal las lagartijas o por rendirse por no aguantar más.

Hace mucho tiempo, Nancy contó en una entrevista que cuando empezó a recibir a los combatientes vio el grado de desnutrición que tenían. “Todo eso hizo un crack en mi cabeza y lo comenté pero solo entre aspirantes y cabos”. De todas formas la llevaron a Nancy con el director Arieu y le dijeron que cometió traición a la patria. Le advirtieron que iban a pensar si le hacían una corte marcial y que la podían fusilar. Después la volvieron a llamar, le hicieron firmar un montón de papeles y le dijeron que no la iban a fusilar, pero que si hablaba de Malvinas, sus padres iban a desaparecer.

A pesar de haber puesto el cuerpo y presenciado cada uno de los hechos trágicos ocurridos durante la Guerra de Malvinas, a estas mujeres no las reconocieron socialmente. Todo lo contrario, fueron silenciadas.

En la ley argentina sólo es considerado veterano de guerra el que estuvo dentro de cierto perímetro de las islas y ellas no entran en esta categoría. De todas maneras, en el año 2009, el Ministerio de Defensa de la Nación certificó la condición de “veterano de guerra” a Maureen Dolan, Silvia Storey y Cristina Comarck. Y al año, dicho ministerio aprobó la Resolución que reconoce la “labor” de 16 mujeres en el Conflicto Armado del Atlántico Sur.

Aún así, a partir de la lectura del libro de Panero, Hilda Aguirre de Soria, senadora nacional riojana por el Frente para la Victoria, redactó un proyecto para que se reconozca a las veteranas y se les otorgue el derecho a una pensión vitalicia. La petición, al día de hoy,  también incluye la propuesta de que el 2 de abril sea declarado como el “Día del Veterano, la Veterana y de los Caídos en la guerra en Malvinas”.

Hoy el mundo está teñido de violeta. Hoy somos las mujeres y diversidades quienes le hacemos frente a este sistema patriarcal que tanto nos condena y que nos quiere por fuera de todo lugar de poder, de todo lugar de autonomía. Estas mujeres, vivieron el horror y la crudeza de la guerra, muchas con apenas 16 años, que no tenían por qué vivir semejante sufrimiento, y aún así fueron omitidas en la reconstrucción colectiva de uno de los episodios más tristes de nuestra historia. No son más de diez las mujeres veteranas que reciben pensiones y que se encuentran contempladas en la legislación. Lo único que recibieron a treinta años del conflicto fue una medalla que se envió a sus casas. Algo que no implica ni la mitad del reconocimiento de todo lo que vivieron, y que tampoco lograría olvidar el silenciamiento y el machismo que desvalorizó las palabras de las mujeres.

Es necesario igualar el reconocimiento a todas las que tuvieron un protagonismo silenciado y un rol de combate. A todas esas trabajadoras invisibilizadas que tienen nombre y apellido, que son las veteranas, las heroínas de Malvinas, les decimos gracias: Susana Mazza, Alicia Reynoso, Gissela Bassler, Sonia Escudero, Stella Morales, Ana Massito, Silvia Barrera, María Marta Lemme, Norma Navarro, María Cecilia Ricchieri, María Angélica Sendes, María Graciela Trinchín, Mariana Soneira, Marta Giménez, Graciela Gerónimo, Doris West, Olga Cáceres, Marcia Marchesotti, Nancy Susana Stancato, María Liliana Colino, Maureen Dolan, Elda Solohaga, Silvia Storey, Claudia Patricia Lorenzini, Esther Moreno, Elsa Lofrano y Cristina Cormac.

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